Podría ser cualquier aeropuerto del mundo: una cinta de equipaje girando sin prisa, señales luminosas, gente con maletas y prisa en la mirada. Solo un detalle delata el lugar: los caracteres chinos en las señales. Es Pekín, pero también podría ser São Paulo, Nueva York o Dubái. Esta escena tan familiar, casi intercambiable, revela una inquietante verdad sobre la arquitectura contemporánea: el mundo está lleno de espacios que, pese a estar en países distintos, se parecen demasiado entre sí.
El etnógrafo francés Marc Augé acuñó el término «no lugares» en 1995 para describir esos espacios homogéneos y anónimos que encontramos en todo el mundo, como aeropuertos, centros comerciales y cadenas de comida rápida. Se trata de lugares que no son realmente destinos, sino puntos de tránsito donde la gente pasa, pero no se queda.
El desconcierto de los espacios limítrofes
Estos entornos son un contraste directo con el choque cultural que puede generar aterrizar en un país extranjero. El famoso chef Anthony Bourdain lo vivió en su primer viaje a Japón, donde optó por un Starbucks en vez de un bar local, sintiéndose como un extraño en una cultura vibrante.
Los aeropuertos, en este sentido, son ejemplos perfectos de lo que la cultura popular denomina espacios liminales. En la ficción, estos lugares son a menudo portales hacia otros mundos, como el Jardín del Edén en Crónicas de Narnia o el corredor blanco de Matrix Reloaded, donde cada puerta lleva a una realidad diferente.
Sin embargo, la excesiva neutralidad de estos espacios puede llegar a ser tan inquietante como cualquier otra forma de diferencia. Un fenómeno interesante que ha emergido de esta idea es el de las backrooms, una leyenda urbana que surgió en 2019 en el foro 4chan. Se describe como un laberinto interminable de salas vacías y monótonas, que atrapan a quienes accidentalmente entran en este mundo paralelo.
Pero, ¿qué conexión tiene esto con nuestra vida diaria? Hasta el siglo XIX, la arquitectura era rica en ornamentos y detalles. Los edificios estaban adornados con gárgolas, columnas y arcos que reflejaban las culturas locales. Sin embargo, con el avance del modernismo en el siglo XX, se inició una tendencia hacia el minimalismo. Adolf Loos defendía que la evolución cultural implicaba eliminar los adornos de la vida cotidiana, lo que llevó a la creación de estructuras sobrias y funcionales.
Esta transformación ha dado lugar a la proliferación de rascacielos con fachadas de vidrio, como los del World Trade Center, que, aunque son íconos de la modernidad, han homogeneizado nuestras ciudades, convirtiéndolas en espacios impersonales. El resultado son enormes centros urbanos que se asemejan a aeropuertos, donde la diversidad cultural y la identidad local se diluyen en un mar de cristal y acero.
Así, estas construcciones se convierten en laberintos que desdibujan la esencia de lo que debería ser un hogar. Las ciudades, en esencia, son lugares donde la gente vive, y es difícil sentir que un lugar es un hogar si carece de características que lo hagan único.